sábado, 13 de marzo de 2010

2. La Unidad y el Pluralismo de la Iglesia del Nuevo Testamento

II. LA UNIDAD Y EL PLURALISMO DE LA IGLESIA DEL NUEVO TESTAMENTO

1. La unidad está en la misma raíz del ser Iglesia de Jesucristo. Junto con la santidad, la apostolicidad y la catolicidad, complementa uno de sus atributos esenciales. Un rápido examen del Nuevo Testamento lo comprueba. Jesús ora por sus discípulos para que todos sean uno (Jn 17.21). El rebaño es uno solo, y uno solo es su pastor (Jn 10.14). “Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu,… un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos y por medio de todos y en todos” (Ef 4.4s). Que Jesucristo esté dividido (1 Co 1.13), era un pensamiento inconcebible para la primera cristiandad. Todos los bautizados son “uno solo en Cristo Jesús” (Gl 3.28). Y los que comen del pan en la mesa del crucificado y resucitado constituyen un solo cuerpo con Él, el dador de la cena, y los demás participantes (1Co 10.16). Cristo derrumba los muros de separación. Él no divide, sino unifica (Ef 2.11s).
2. Aún así, se observa una sorprendente diversidad de formas en la Iglesia de los orígenes. El mismo NT es un libro plural, en el cual se hace oír una extraordinaria variedad de voces. La propuesta de Taciano, teólogo cristiano del siglo segundo, armonizando los cuatro evangelios mediante la fusión, que se llamó “Diatessaron” (= a través de los cuatro), acabó siendo rechazada. La Iglesia de Jesucristo prefirió canonizar el lado a lado, a veces tenso, evangelio de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Se resistió a la uniformización. Siempre se presentó “multicolor”. Esto se aplica también, no por último, a la eclesiología. La primera cristiandad ensayó diversos modelos. En eso no se trata de una señal de debilidad, sino de fuerza. La Iglesia de Jesucristo, en su historia, demostró ser capaz de adaptarse a variados ambientes y a nuevas exigencias, desarrollando estructuras eclesiales correspondientes.
3. Son múltiples los factores diversificantes del mensaje del evangelio, así como de la piedad y de la vivencia de la fe:
a. En el origen de la fe cristiana está el testimonio de un grupo de personas, no de un solo individuo. Los apóstoles fueron muchos. Por lo tanto, el testimonio de un grupo necesariamente es plural. Jesús, evidentemente, es el fundamento de la Iglesia. Pero nosotros tenemos noticias al respecto a través de la boca de una “nube de testigos” (Heb 12.1).
b. La Iglesia de los orígenes se ubicó de inmediato en dos ambientes culturales distintos, el hebreo y el helenístico. Los primeros cristianos estaban compuestos por judíos (por ejemplo: los doce apóstoles), por judíos helenísticos (por ejemplo: Pablo) y por personas paganas (por ejemplo: Tito [Gl 2.1s]). Por supuesto que esto acarreó enormes diferencias en la articulación de la fe. La noticia de Jesús, de su mensaje, praxis e historia, tenía que ser traducida del idioma y del pensamiento arameo al griego. La variedad que devino inevitablemente provocó tensiones. Hubo dificultades con la vida en comunión, como bien lo ilustra el conflicto entre Pedro y Pablo en la ciudad de Antioquia (Gl 2.11s).
c. Además de estos factores diversificantes naturalmente hay otros. La biografía individual suele imprimir marcas específicas en el testimonio. La clase social, el género, la etnia, ejercen influencia. Cualquier intento de comprender fenómenos históricos está obligado a verificar los elementos condicionantes que están en su origen.
4. Pero, a despecho de la pluralidad del testimonio, el Nuevo Testamento, así como la Biblia toda, de modo alguno se reduce a una “colcha de retazos”. No es un amontonamiento aleatorio de textos religiosos, ni proclama un ideal de pluralidad caótica. La canonización de los textos neotestamentarios es expresión de un consenso básico de la cristiandad. Estos habrían de ser los escritos “fundamentales” de la Iglesia de Jesucristo. Se afirma que son expresión auténtica del evangelio y, por ello, son canónicos. En otros términos, el Nuevo Testamento tiene un centro, un eje gravitacional, un punto de referencia: es el mismo Jesucristo que mantiene unida a la variedad. Este paradigma es válido también para la unidad de la Iglesia: es una unidad en el pluralismo centrada en Jesucristo, es un pluralismo cristocéntrico.
5. Esto significa que la idea de un inicio homogéneo de la cristiandad debe ser sepultada. Y esto es saludable. La diversidad es la marca de la creación; ella hasta es presupuesto de unidad. El cuerpo no trabaja sin la diversidad de sus miembros. Nadie puede imaginarse un cuerpo compuesto solamente de manos (1 Co 12.12s). Aquello que es absolutamente igual no tiene condiciones de servirse mutuamente. Un ciego no puede guiar a otro ciego (Mt 15.14); sí puede recibir auxilio, por ejemplo, de parte de un sordo. Solamente lo distinto es capaz de la complementariedad y de la construcción de comunión. Consecuentemente, al ecumenismo le está prohibido el suprimir la variedad legítima, el estandarizar y nivelar las expresiones de fe.
6. El desafío ecuménico, con el cual se enfrentan las Iglesias, tiene réplica en cualquier convivencia social. La diversidad es riqueza; pero ella solamente lo es mientras se disponga a cooperar y mientras se fundamente sobre un consenso básico. En el caso que las diferencias conduzcan a la agresión y acaben en desavenencias, si los grupos pretendieran aniquilar lo diferente o eliminar lo “extraño”, la sociedad se autodestruirá. Desde siempre la Iglesia quiso ser agente de la paz. El partidismo entre los cristianos de Corinto mereció severas críticas de parte de Pablo; vio en él la rivalidad de intereses corporativistas, aniquiladora de la comunidad (1 Co 1.10s). El fundamento capaz de sostener la comunión humana deberá ser constituido por parámetros objetivos y universales. La primera cristiandad proclamó a Jesucristo como Aquel que acercó a “judíos y griegos”, a los de lejos y a los de cerca, constituyendo la familia de Dios (cf. Ef 2.14). Cristo acabó con la enemistad. De Él la Iglesia heredó la tarea ecuménica, siendo que antes de cualquier cosa le compete “hacer las paces” entre los mismos cristianos y las mismas Iglesias.
7. Pero el compromiso con la paz sería mal entendido como pleito a favor de la tolerancia ilimitada. Por ejemplo, la paz no tolera el odio. Por la misma razón, el ecumenismo no puede traicionar al evangelio. Existen verdades irrenunciables. Esto lo muestra el fenómeno de la herejía, bien conocido y combatido por el Nuevo Testamento. La herejía no es una variante de la fe. Es, más bien, su desfiguración y perversión. En esos términos el apóstol Pablo defendió el evangelio frente a los “herejes” que habían penetrado en las comunidades de Galacia: quien hace depender la gracia de Dios de condiciones a ser cumplidas por el ser humano, sean ellas de naturaleza cultural, ética o étnica, merece el anatema (Gl 1.6s). El ecumenismo necesita el compromiso con la verdad; no puede hacerse cómplice de la confusión religiosa ni ser protagonista de una paz superficial.
8. De la misma forma, por tanto, necesita del compromiso con el amor. Pues solamente quien ama cumple la voluntad de Dios (Rom 13.8-10); mientras el conocimiento ensoberbece, el amor edifica (1 Co 8.1-3). Fue la misericordia lo que hizo que Jesús enfocara su atención hacia los diferentes, hacia los pecadores, así como a los discriminados en términos religiosos, culturales y sociales, a los samaritanos y hasta los paganos (Mt 8. 5s; etc.). No disminuyó la voluntad de Dios, pero tampoco esperó que las personas se convirtiesen y acudiesen arrepentidas. Fue a su búsqueda para manifestarles, al mismo tiempo, la exigencia y el amor de Dios, la ley y el evangelio. De allí deviene que, en relación con la unidad, hay dos principios que se han de observar:
a. Está, en primer lugar, la verdad, la doctrina de la fe, el credo. De cierta forma ella es excluyente: no existen dos verdades. Para los cristianos y cristianas Jesucristo es el camino, la verdad y la vida. Se afirma exclusividad. De la misma forma, la fe establece parámetros para la conducta. La Iglesia tiene el compromiso de velar por la coherencia con el evangelio, tanto en discurso como en práctica. Debe asumir una posición que niega posibles “oposiciones”.
b. Y, sin embargo, la verdad no puede divorciarse del otro principio, que es el amor. El amor siempre tiene naturaleza inclusiva. Quiere abrazar al otro. Busca comprenderlo y aprender con él. No condena precipitadamente, ni se conforma con el prejuicio. En el trato del otro, “no se deleita en la maldad” (cf. 1 Co 13.6). Por esto mismo, el amor auténtico posee elementos “autocríticos”. Se escandalizará con las divisiones; examina la eventual corresponsabilidad propia en las mismas. Quiere la comunión con lo diferente.
9. El ecumenismo, pues, debe conjugar la pasión por la verdad con la pasión por el amor. Está comprometido a unir al exclusivismo doctrinal con la inclusión fraterna. Esos son los dos polos del quehacer ecuménico que le protegen de desfiguraciones. El amor sin insistencia en la verdad será debilidad; redundará en sentimentalismo y caerá en la ficción. A su vez, la verdad sin amor será cruel e inhumana; suele provocar resistencias y hasta odio. En Jesús vemos ambas cosas: tanto la insistencia en la voluntad de Dios y su verdad, así como el amor que no deja al otro ni lo violenta o lo entrega a su destino.
10. El Nuevo Testamento ofrece bellos ejemplos del empeño por la unidad de la Iglesia, sin con ello suprimir la pluralidad. Hemos de recordar el así llamado Concilio de los Apóstoles (Hch 15; Gl 2). Tuvo como tema la unidad de la Iglesia, formada por judeocristianos, observantes de la ley judía, y los cristianos gentiles, no observadores de la “torá”. En esa ocasión se encuentran, de un lado, Pablo y Barnabé, y, del otro, las “columnas” de la comunidad de Jerusalén, Pedro, Juan y Santiago (hermano de Jesús). El cónclave tuvo el mérito de haber impedido el surgimiento de dos Iglesias cristianas, una judaica y otra gentil. Habría sido un cisma “mortal” para la cristiandad, confinando a Pedro y a los demás integrantes del grupo de los doce apóstoles a una facción cristiana del judaísmo y, a la vez, privando a la misión entre los gentíos de su raíz histórica en Jesús de Nazaret. La manutención del “sola gratia” (solamente por gracia) ha sido decisiva. Es Cristo quien salva, y solamente Él. Esto no prohíbe observar tradiciones culturales, pero ellas ya no poseen fuerza salvadora. En lo sucesivo no habría necesidad de cumplir la ley judaica como premisa para abrazar la fe en Cristo.
11. Otro ejemplo del esfuerzo por la unidad es el proyecto de la ofrenda que el apóstol Pablo levanta en las comunidades cristianas gentiles en favor de los judeocristianos en Jerusalén (cf. 2 Co 8-9). Esta ofrenda, a la verdad, era una determinación del Concilio de los Apóstoles (Gl 2.10), pero el apóstol demuestra un particular compromiso en esa causa. Ella simboliza la deuda de los cristianos gentiles en relación con los judeocristianos, pues es de ellos que partió el evangelio para todo el mundo. No hay como contestar que la “salvación proviene de los judíos”, como se lee en el evangelio de Juan (4.22). En consecuencia, existe un vínculo entre todos los cristianos, vengan ellos de afuera o vengan de adentro. La Iglesia de Cristo es una sola, compuesta de muchas naciones. Sus miembros viven todos de la gracia de Dios, no de lo que heredaron o de lo que producen. La justificación por la gracia y por la fe es el más poderoso factor ecuménico.
12. El ecumenismo necesita del consenso en la fe y en la práctica. Así mismo, y esto también está evidenciado en el NT, tal consenso será “diferenciado”. No será uniforme. Deja espacio para las articulaciones propias y para la diversidad que es característica de los dones del Espíritu Santo. Este es un tema que será retomado más adelante.

Diálogo con el grupo

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