sábado, 13 de marzo de 2010

8. La Unidad de la Iglesia en la Visión de la REFORMA

VIII. LA UNIDAD DE LA IGLESIA EN LA VISIÓN DE LAS IGLESIAS DE LA REFORMA

1. La historia de las Iglesias protestantes no comienza en el siglo XVI, sino en el siglo I, en Jerusalén. La Reforma no quería fundar, ni lo hizo, una nueva Iglesia (!); reformó la de su tiempo. La Iglesia de la Reforma es la Iglesia de Jesucristo, católica y apostólica, compartiendo toda su historia, desde su principio hasta hoy. Por ello mismo, la Confesión de Augsburgo, una de las expresiones básicas de la Iglesia luterana y una de las primeras confesiones protestantes, se considera a si misma “ecuménica”, perteneciente a toda la cristiandad. Formula la fe “cristiana”. De acuerdo con el prefacio de la Confesión, los disensos a ser superados no anulan el hecho de que “todos estamos y militamos bajo un mismo Cristo”. Los principios “luteranos”, expresados en los cuatro “sola” (solamente por gracia, solamente por fe, solamente Jesucristo y solamente la Escritura) nada más pretenden recurrir al origen de la Iglesia y la búsqueda de la autenticidad evangélica. El mismo propósito está en el origen del calvinismo y de las Iglesias Reformadas, como lo atestigua entre otras la Confesión Galicana, esbozada por el mismo Calvino y aceptada por un Sínodo Nacional de comunidades evangélicas en Francia, en 1559.
2. Así mismo surge la Iglesia luterana, respectivamente la Iglesia reformada junto a la Iglesia romana. La separación no coincide con la fecha del día 31 de octubre de 1517, cuando Lutero clavó las 95 tesis en la puerta de la Iglesia del Castillo en Wittenberg; ella se dio en un largo proceso, extremadamente conflictivo, y se consumó, en el caso del luteranismo con la Paz de Augsburgo en 1555, con la cual se selló la división. En términos teológicos, la separación se vuelve definitiva con el Concilio de Trento (1545-1563), de un lado, y la composición de las confesiones protestantes (de las luteranas en el “Libro de Concordia”, concluido en 1580), de otro. A partir de entonces habría territorios católico-romanos, evangélico-luteranos y otros reformados. Valía la directriz, diciendo “cuius regio, eius religio” (“de quien es la región, de aquel también es la religión”). Empieza así la era confesional. Algo semejante vale para la Iglesia Anglicana, constituida en Inglaterra por Enrique VIII como Iglesia independiente de Roma a partir de 1534. En lo sucesivo la Iglesia de Jesucristo se presentaría en creciente variedad de Iglesias, diferentes entre sí por estructuras, tradiciones y confesionalismos.
3. La Reforma del siglo XVI, al redundar en divisiones en la Iglesia Católica Romana, levantó por primera vez la pregunta por la Iglesia verdadera. El Occidente desconocía esa pregunta, a pesar de la existencia de la Iglesia Católica Ortodoxa junto a la Iglesia Católica Romana. Había una sola Iglesia de Jesucristo, a despecho de todas sus fallas. Pero ahora surgen otros agrupamientos eclesiales en medio a la cristiandad tradicional, reivindicando legitimidad y autenticidad apostólica. ¿Quién estaría en la verdad? El luteranismo jamás identificó a la Iglesia verdadera con una institución. Conforme el artículo VII de la Confesión de Augsburgo, la Iglesia existe donde “el evangelio está siendo predicado de manera pura y los sacramentos son administrados correctamente”. Ello puede acontecer tanto en Wittenberg como también en Roma, Londres o en cualquier otro lugar. Está claro que tal concepción implica, por definición, una apertura ecuménica.
4. Ello es corroborado por la continuación del texto del artículo VII de la Confesión de Augsburgo, que dice: “Y para la verdadera unidad de la iglesia basta que haya acuerdo en cuanto a la doctrina del evangelio y a la administración de los sacramentos. No es necesario que las tradiciones o los ritos y ceremonias instituidos por los hombres sean semejantes en toda parte…”. En otros términos: La unidad de la Iglesia se fundamenta en un consenso sobre la doctrina y sobre la práctica sacramental – solamente en ello. Las estructuras eclesiales, las tradiciones, las costumbres pueden variar. Es fundamental la comprensión común del Evangelio. Por analogía, las estructuras tampoco pueden asegurar la unidad. Es una ilusión querer mantener la Iglesia unida, imponiendo a los miembros una orden eclesiástica, un rito común o cualquier otra coacción externa. La comunión estructural en una sola institución eclesial no representa ninguna garantía de la “comunión del Espíritu Santo” (2 Co 13.13) que completa a la naturaleza de la Iglesia.
5. Esto es lo que confiere a la Iglesia luterana libertad en las formas eclesiales. Si la Iglesia es conducida por obispo/a, no es cuestión de relevancia final. La Iglesia Luterana no pretende la uniformidad; está comprometida, eso sí, con la buena teología y con la búsqueda de la autenticidad evangélica. El ecumenismo significa, por tanto, el entendimiento en asuntos de doctrina y, por consiguiente, de praxis eclesial. Es el esfuerzo de hallar consenso en asuntos fundamentales. Sería erróneo deducir de eso un desprecio a la institución eclesiástica y a las cuestiones formales. La estructura eclesiástica es importante como sierva del Evangelio, pero no es constitutiva. Ella es una cuestión de “bene esse” de la Iglesia, no de “esse”, es decir, lo que está en juego no es el “ser”, sino el “bien estar” de la Iglesia. La unidad de la Iglesia no se basa en una “ley” o en una “orden”, sino en un solo Espíritu (Ef 4.4). Las órdenes eclesiales siguen siendo relevantes en el esfuerzo ecuménico. Lo demuestra, a su modo, el nombre de la comisión “Fe y Orden” del CMI. Por lo tanto, las expresiones visibles de unidad, anheladas por el esfuerzo ecuménico incluyen las de naturaleza estructural; pero ellas son secundarias en comparación con el testimonio de la fe. En consecuencia, el ecumenismo no puede satisfacerse con la simple fusión o unificación de las instituciones eclesiásticas; ella no es suficiente para garantizar la unidad en el Espíritu. Hay otras señales de unidad, sobre todo el mutuo reconocimiento de la eclesialidad. Conviene destacar algunos aspectos de esa concepción:
a. Los consensos acerca de la doctrina suelen permanecer “diferenciados”. Usarán terminología y lenguaje distinto. No podemos esperar que el participante ecuménico adopte integralmente nuestro discurso. Sí importa que los propósitos confluyan y expresen lo mismo. Ni siempre, tampoco, la identidad verbal significa identidad de sentido. Por ejemplo: Es posible concordar en que la Biblia sea “inspirada”, y aún así entender cosas incongruentes bajo la misma palabra. Las expresiones inversamente distintas no apuntan necesariamente a divergencias de causa. Así, la “Concordia de Leuenberg”, firmada entre las Iglesias Luteranas, Unidas y Reformadas en Alemania, no niveló todas las diferencias; pero posibilitó la comunión eclesial.
b. Es importante insistir en el “aprendizaje ecuménico”, es decir, en el aprendizaje mutuo de las Iglesias. Pero aprender no significa copiar o imitar; la copia nunca será igual al original. Conviene entender la misma confesionalidad como una especie de talento, con el cual somos llamados a trabajar (Mt 25.14s). Todas las Iglesias tienen sus limitaciones. Por esto mismo es que el ecumenismo exige una postura de humildad y de autocrítica. Pero desde el momento en que son cristianos, son portadores también de algún “carisma”. La Reforma benefició a la cristiandad en su totalidad, incluyendo aquella porción que no se afilió a la misma. El ecumenismo implica el llamado a servir a la catolicidad del cuerpo de Cristo con lo mejor de sí que cada Iglesia tiene.
c. La búsqueda de consensos no se limitará a una cuestión intereclesiástica (de Iglesia a Iglesia). Progresivamente está se volviendo un imperativo intraeclesiástico (al interior de cada Iglesia). El ecumenismo inicia en la propia comunidad e Iglesia, donde deben ser trabajadas las diferencias y donde deben ser superados los conflictos. La necesidad se intensifica ante el pluralismo religioso de la sociedad moderna. Volvemos a decir que en la Iglesia debe haber espacio para la diversidad, aunque dentro de los horizontes de la confesionalidad. Lo importante es correlacionar debidamente la identidad confesional y la pluralidad de los dones del Espíritu Santo.
6. La ecumenicidad de la Iglesia significa una disposición para la participación eclesial. Esta no podrá renunciar al criterio de unidad que es Jesucristo; experimentará lo que es compatible con este nombre. Es este el camino, así lo entendemos, a ser seguido hacia la comunión entre las Iglesias sin que sea traicionada la verdad que el mismo Jesucristo es.
7. La posición calvinista, se sitúa muy próximo de la luterana. En su monumental obra “Instituciones de la Religión Cristiana” (IV, 1.9), dice el reformador Juan Calvino: “Dondequiera que encontremos la Palabra de Dios puramente predicada y oída, y los sacramentos administrados de acuerdo con la institución de Cristo, no hay como dudar de que estamos delante de una Iglesia de Dios.” Ello coincide prácticamente con el teor de la Confesión de Augsburgo, artículo VII. Es posible que las palabras “y oída”, no constantes en la Confesión de Augsburgo, hagan alguna diferencia; pero ella es mínima. También para Calvino existe una sola Iglesia, cuya unidad visible exige el esfuerzo cristiano. Consiste, segundo el Reformador, no en la uniformización formal sino en preservar o restablecer el señorío absoluto de Jesucristo en su Iglesia. Por ser así, puede haber Iglesia verdadera también más allá de las fronteras de la misma institución; por tanto, también en la Iglesia Romana, aunque la tradición calvinista y luterana se rehúsen a aceptar la supremacía papal como emanando de un derecho divino. El ecumenismo debe, antes de cualquier cosa, tratar de conjugar el auténtico oír de la Palabra y la adecuada celebración del sacramento.


Diálogo con el grupo

No hay comentarios:

Publicar un comentario