sábado, 13 de marzo de 2010

9. El Ecumenismo de consenso

IX. EL ECUMENISMO DE CONSENSO


1. Que el consenso doctrinal sea esencial para la unidad de la Iglesia, es una concepción ampliamente compartida entre el pueblo cristiano; hay una sola fe (Ef 4.5) a ser confesada unánimemente. De hecho, no hay perspectivas de unidad y de comunión sin un mínimo de concordancia en cuestiones básicas sobre la fe. Por ello, el esfuerzo por convergencias en el discurso de las Iglesias, en su enseñanza, su predicación y su teología han acompañado la trayectoria ecuménica desde el inicio. Esto ha dado origen al así llamado ecumenismo de consenso, buscando superar las divergencias y los conflictos en el discurso y en la práctica de las Iglesias para redirigirnos al camino común que es la tradición apostólica.
2. Es esta la preocupación que está en la raíz del movimiento “Fe y Orden”. Como hemos visto con anterioridad, es una de las venas constituyentes del Consejo Mundial de Iglesias (CMI), y nace de la conciencia del carácter “confesional” de la Iglesia de Jesucristo. No son los factores étnicos, culturales, clasistas o estructurales lo que se hallan en la raíz de la Iglesia; ella está fundamentada en un credo, siendo este la principal condicionante de la unidad. En consecuencia, la Comisión “Fe y Orden” se dedicó a la causa de la unidad en la fe. En ese afán ha producido importantes documentos de convergencia. Formulan el resultado de un diálogo multilateral, esto es entre diversos participantes ecuménicos. Tales diálogos se dan también en otros gremios y grupos, a nivel internacional, nacional y local. Se distinguen de los diálogos bilaterales entre solo dos participantes. Tanto los unos como los otros se han mostrado importantes en la historia del ecumenismo, estándonos prohibido el optar por uno de ambos modelos. Es verdad que no se le permite a los diálogos bilaterales ignorar la situación ecuménica mayor; hay que evitar “conspiraciones ecuménicas” que fragmentan la búsqueda de la unidad y amenazan transformarla en una guerra de trincheras de coaliciones confesionales. No obstante, ellos pueden ser pioneros y preparar acuerdos multilaterales que, de otra forma, serían difíciles de alcanzar.
3. Entre estos se destaca el así llamado “Documento de Lima” con el título “Bautismo, Eucaristía, Ministerio” (BEM). Es llamado “Documento de Lima” porque fue en Lima, capital de Perú, en 1982, que el Documento recibió su redacción final y fue aprobado, por unanimidad, por la Comisión “Fe y Orden”. Se trata de un acuerdo apoyado por muchas Iglesias. Está claro que ha sido un objetivo ambicioso el intento de alcanzar un consenso en asuntos centrales y, con excepción del bautismo, polémicos. Y, en efecto, no se alcanzó un consenso realmente pleno. Muchos prefieren hablar de “convergencia”. Si de hecho hubiera sido alcanzado un consenso, el resultado debería haber sido el reconocimiento mutuo del bautismo, la eucaristía y el ministerio por parte de todas las Iglesias signatarias; pero esto no sucedió. Las Iglesias participantes en el diálogo lograron aproximar las posiciones y formular una plataforma doctrinal común, pero no dirimir todas las divergencias. Aún así, la arremetida de “Fe y Orden” fue de la más alta importancia. Despertó un debate, cuyos resultados llenan bibliotecas. El esfuerzo, lamentablemente, tuvo un impacto inexpresivo en las estructuras eclesiásticas. El documento prácticamente no provocó cambios ni condujo una mayor comunión de las instituciones.
4. A despecho de tales salvaguardas, la inmensa inversión en comisiones de diálogo interconfesional habido en las últimas décadas no quedó sin frutos. Se aplica este juicio con particular pertinencia a los diálogos bilaterales. Posibilitan acuerdos intereclesiásticos de mutuo reconocimiento y de comunión eclesial. Cabe destacar, en ese sentido, a la “Concordia de Leuenberg”. Se trata de un documento de consenso entre Iglesias luteranas, reformadas y unidas, elaborado en 1973, en Leuenberg (Suiza), por iniciativa de las Iglesias europeas. Después de intensos diálogos teológicos, las Iglesias participantes constataron que había entre ellas una comprensión común del evangelio que anula los disensos del pasado. Las cuestiones otrora controversiales permanecen en la agenda, razón por la cual se realizan asambleas periódicas, siempre acerca de temas específicos. Entre tanto, las diferencias ya no impiden más la plena comunión eclesial, expresada en la comunión de púlpito y del altar e incluyendo el reconocimiento mutuo de la ordenación y de los ministerios. No está siendo extinguida la variedad de formas en el culto, las estructuras y las actividades, pero esa variedad ya no posee más fuerza divisoria. Es cierto que ni todas las Iglesias luteranas, reformadas y unidas son signatarias de la Concordia, aunque entretanto sea acogida también en otros continentes además del europeo. De cualquier forma, allí se ofrece un modelo de “ecumenismo de consenso” digno de ser seguido.
5. También podríamos mencionar otros ejemplos. Pensamos concretamente en la “Declaración Común de Porvoo”, que es un acuerdo entre la Iglesia Anglicana y las Iglesias Luteranas de Escandinavia y del Báltico firmado en 1992. El entendimiento fue facilitado por el hecho que esas Iglesias tienen en común al “episcopado histórico”, que se legitima por la sucesión apostólica directa, muy similar a lo que pasa en la Iglesia Católica Romana. Por ello mismo la Declaración de Porvoo no incluye a las Iglesias Luteranas de Alemania, de los Estados Unidos y de otros países que no comparten esa concepción. Así mismo, existen acuerdos bilaterales también con esas Iglesias. Entre ellos está “La Declaración de Meissen”, de 1988, entre la Iglesia Anglicana y las Iglesias luteranas de Alemania. Se afirma en ella el reconocimiento recíproco de la eclesialidad de las Iglesias, a pesar de la diferencia en la comprensión del ministerio episcopal. Se establece, simultáneamente, la hospitalidad eucarística de parte y parte. Esto significa que todavía no se ha llegado a ratificar la plena comunión eclesial, pero se abrieron importantes brechas.
6. Por lo antes dicho, existen señales de acercamiento. Es grande la cantidad de diálogos bilaterales con resultados bastante animadores. Pero no es raro que los consensos alcanzados suelan quedar sin el reconocimiento oficial de las Iglesias. No producen efectos estructurales. Hace falta lo que se llama “recepción”, es decir, la ratificación y asimilación estructural. Lo difícil que esto puede llegar a ser está comprobado por la trayectoria de una iniciativa de la Federación Luterana Mundial (FLM) y del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos de la Iglesia Católica Romana, que propuso la oficialización de un consenso relativo a la doctrina de la justificación por la gracia y la fe. Ya decía el “Informe de Malta”, intitulado “El Evangelio y la Iglesia”, publicado en 1972: “Hoy se esboza acerca de este asunto (la justificación) un amplio consenso.” Es lo que, desde entonces, siempre se ha repetido y confirmado. Pero, si es así, ¿por qué no darle carácter oficial mediante el respectivo aval de las autoridades eclesiásticas? La oficialización de los resultados obtenidos en los diálogos doctrinales es una necesidad; sin ella, los diálogos pierden el valor y el sentido. De nada sirve discutir y constatar convergencias, si estas nunca han de ser acogidas. Por ello, en los últimos decenios, han sido fuertes los reclamos por la transformación de los consensos teológicos en praxis eclesial. La Declaración Conjunta sería el primer consenso oficial católico/luterano.
7. El intento, sin embargo, se evidencia como extremadamente complicado. El primer texto fue esbozado por una comisión mixta en 1994; varias reformulaciones se hicieron necesarias. Profesores luteranos de teología, en Alemania, lanzaron una petición en contra del proyecto. La reacción del Vaticano casi bloqueó la firma, exigiendo tanto nuevas tratativas como un anexo esclarecedor al texto original. A despecho de las dificultades, sin embargo, la Declaración logra ser firmada el 31 de octubre de 1999, en la ciudad de Augsburgo, Alemania, siendo firmantes el Presidente de la FLM y el Presidente del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos. La gran mayoría de las Iglesias Luteranas, reunidas en la FLM, han endosado el texto, aunque algunas con reservas a la propuesta.
8. Los objetivos de la Declaración Conjunta, a la verdad, son modestos. Se pretende celebrar un acuerdo oficial en un asunto central del Evangelio. La justificación por la gracia y la fe ha sido el más polémico asunto en la época de la Reforma, sellando la división y conduciendo a anatemas de parte y parte. La Declaración no rescinde las condenaciones del pasado, formuladas por el Concilio de Trento (1545-1563) y contenidos en los Escritos Confesionales Luteranos. Ella no quiere revisar la historia; lo que se pretende es constatar que las condenaciones de antaño ya no alcanzan más a los participantes de hoy. Se afirma que ha existido un proceso de acercamiento en la materia que ya no justifica más división y excomunión. Se ha excluido, en términos expresos, a la eclesiología que no sería afectada por el acuerdo.
9. El consenso alcanzado en la Declaración permaneció como un “consenso diferenciado”. No pretende uniformizar el discurso, imponiendo al participante las concepciones propias. Un consenso diferenciado deja espacio para las articulaciones propias, y, por tanto, para las particularidades confesionales. Coloca esas particularidades en un fundamento común, “reconciliando” las diferencias restantes que ya no poseen fuerza divisora. El objetivo fue alcanzado. Pero no sin algunas (…) reservas. No hubo acierto definitivo:
- acerca de la centralidad de la justificación,
- acerca del ser humano como siendo “simultáneamente justo y pecador”,
- acerca del carácter meritorio de las buenas obras.
Tampoco está claro cuáles podrían ser algunas de las consecuencias a ser sacadas de esa Declaración, en lo que dice respeto a una mayor comunión entre las Iglesias. ¿Cómo se relacionan la justificación y la eclesiología? ¿Por qué seguimos separados en la mesa del Señor?
10. Aún así, la “Declaración Conjunta” representa un significativo avance ecuménico. Ella incentivó la discusión acerca de la justificación, colocó normas para la metodología ecuménica por la adopción del “consenso diferenciado”, removió una serie de elementos doctrinales conflictivos entre las Iglesias y comprometió con una mayor comunión eclesial. La importancia sobrepasa la “bilateralidad”, pues las definiciones de la Declaración son relevantes también en diálogos con otros participantes ecuménicos. La Justificación por gracia y por fe no puede ser considerada asunto “particular” de luteranos y católicos. Otras Iglesias han participado coherentemente, en escala mayor o menor, en la discusión precedente a la firma. Permanece abierta una serie de cuestiones, entre ellas la pregunta por las consecuencias eclesiológicas de un acuerdo de esa naturaleza. ¿Será posible concordar en el asunto central del Evangelio e ignorar imperativos estructurales de allí resultantes?
11. De la retrospección a los numerosos diálogos doctrinales, tanto bilaterales como multilaterales, habidos en las últimas décadas, el ecumenismo podrá sacar algunas importantes conclusiones:
a. La búsqueda del consenso en la fe modificó el paisaje ecuménico. Fueron construidos puentes y derrumbados muros. Los disensos doctrinales, trabajados con seriedad y disposición para el aprendizaje, y por vía de regla, se evidencian superables. Por lo menos se puede conseguir el acercamiento de las posiciones y profundizar la comprensión para las divergentes. Los estudios efectuados en Alemania bajo el título “¿Condenaciones doctrinarias – divisoras de las Iglesias?” han conducido a resultados sorprendentes. Promovieron lo que se podría llamar “amistad teológica interconfesional”. Y, en efecto, la cristiandad no puede relajar en el esfuerzo por conjugar el credo y armonizar su voz. Buscará la “sinfonía” en la “polifonía” del testimonio. Las disonancias en el discurso acarrean perjuicio a la comunión de los santos.
b. Pero, simultáneamente, se debe constatar la necesidad de ulteriores “consensos acerca del indispensable consenso básico” de la Iglesia cristiana. De acuerdo con la forma de comprender de muchos, el ecumenismo sigue siendo el esfuerzo por convertir al otro. La “idea del ecumenismo de retorno” de ningún modo está superada. Se espera de consensos ecuménicos que sean “totales”, correspondiendo en formulación y redacción exactamente al mismo lenguaje. Solamente así sería posible la comunión eclesial. No está claro qué significa un “consenso diferenciado”. De la misma forma se reveló problemático el aislar un tópico doctrinal para discutirlo en separado. Aunque sea inevitable identificar los asuntos polémicos y colocarlos particularmente en una agenda, hay que se respetar el hecho que suelen ser parte de horizontes mayores, de los que no se los puede arrancar. Por ejemplo, no se puede excluir la eclesiología del esqueleto general de la justificación por la gracia y la fe. Los fragmentos de los consensos permanecerán sin efectos. Se pregunta: ¿Cuándo será, de hecho, logrado un consenso doctrinal? Y, ¿cuánto consenso es necesario para la comunión eclesial real? También bajo esta perspectiva se confirma la necesidad de desarrollar una hermenéutica ecuménica, comisionada de estudiar las condiciones y responsabilidades de entendimiento entre las Iglesias. Tal estudio deberá incluir no solamente los disensos dogmáticos del pasado, sino también los factores contextuales, estructurales, los avances teológicos y otros.
c. El ecumenismo de consenso reveló sensibles debilidades, cuando se trata de traducirlo en cambios de estructuras eclesiásticas. En ese punto, apenas logró un éxito modesto. Las instituciones eclesiásticas dudan en transformar consensos doctrinales en comunión eclesial, o hasta permanecen estancadas. Esto levanta la sospecha de que el dogma no es el único villano responsable por las divisiones; por lo que todo indica, existen otras causas por sondear. Lo que se dice ser una divergencia doctrinal podría tener otra naturaleza y encubrir otro tipo de disenso; es una pista a ser seguida y volveremos más adelante al tema. Anticipamos que, si así ha de ser, la responsabilidad por la unidad no quedará solamente a cargo de la doctrina de la fe. Exigirá recursos adicionales al debate teológico.


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